Con el inicio del año escolar, todas las familias y
los educadores deberíamos motivar a los jóvenes a esforzarse por aprender. Y es que cada palabra que empleamos envía un poderoso
mensaje a los chicos. Algunas palabras
motivan y otras no lo hacen, y hay que entender esa diferencia. Una y otra vez, he visto a padres de familia
alabando a sus hijos por su inteligencia, en un afán de darles la confianza en
sus propias capacidades para atender sus obligaciones académicas y
triunfar. Carol Dweck, psicóloga de la
Universidad de Columbia en Nueva York y especialista en temas de motivación
estudiantil, diría que estos padres de familia se equivocan.
Después de 30 años de investigaciones, Dweck llegó a
una conclusión: los alumnos más motivados no son quienes se creen más
inteligentes, sino los que entienden que su inteligencia depende netamente de
su nivel de esfuerzo. Este principio
coincide con una de las conclusiones más importantes de múltiples estudios
neurocientíficos: que el cerebro es capaz de desarrollarse a lo largo de la
vida y que, efectivamente, podemos hacernos más, o menos inteligentes, según
nuestras posibilidades socioculturales y el nivel de perseverencia ante el
aprendizaje.
No solo interesan los mensajes que, como adultos, enviemos
a los jóvenes, sino además las creencias que estos mismos jóvenes tienen sobre
su propia inteligencia. Resulta ser que,
ante retos académicos complejos, los alumnos que suponen que sus capacidades
intelectuales son fijas tienen mayores dificultades en superarlos, mientras quienes
consideran que la inteligencia se puede mejorar a lo largo de la vida, son más
exitosos.
Dweck logró demostrar que los alumnos que creen que
nacieron con una inteligencia predeterminada prefieren evitar situaciones de
aprendizaje en donde se arriesguen a fracasar, a fin de que los demás
cuestionen su capacidad intelectual. La
preocupación principal de estos chicos es ser considerado inteligente ante los
ojos de sus pares y padres de familia.
Asumen que el cometer errores o esforzarse realizando tareas académicas
es sinónimo de carecer de inteligencia, por lo que no toleran obtener bajas
calificaciones. Con tal de evitarlas, no
matriculan cursos específicos o rehuyen a situaciones de aprendizaje que les
implique un reto intelectual. Si
obtienen una mala calificación, estudian menos, y no más, al momento de prepararse
para la siguiente prueba, e inclusive son más dados a cometer fraude académico. Como si fuera poco, cuando se equivocan, no
tratan de enmedar o aprender de sus errores.
En contraste, los jóvenes que entienden que sus
capacidades intelectuales dependen netamente de su nivel de esfuerzo, asumen
retos complejos de aprendizaje, se esfuerzan por resolverlos y se preocupan por
remediar sus deficiencias.
Lejos de motivar a los jóvenes recordándoles lo
inteligentes que son, es preferible reconocer su nivel de esfuerzo,
perseverancia, o bien las estrategias de aprendizaje que utilizan al realizar
sus labores académicas.
Publicado en La República el 3 de febrero.
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