lunes, 3 de febrero de 2014

Aprendizaje y fuentes de motivación

Con el inicio del año escolar, todas las familias y los educadores deberíamos motivar a los jóvenes a esforzarse por aprender.  Y es que cada palabra que empleamos envía un poderoso mensaje a los chicos.  Algunas palabras motivan y otras no lo hacen, y hay que entender esa diferencia.  Una y otra vez, he visto a padres de familia alabando a sus hijos por su inteligencia, en un afán de darles la confianza en sus propias capacidades para atender sus obligaciones académicas y triunfar.  Carol Dweck, psicóloga de la Universidad de Columbia en Nueva York y especialista en temas de motivación estudiantil, diría que estos padres de familia se equivocan.

Después de 30 años de investigaciones, Dweck llegó a una conclusión: los alumnos más motivados no son quienes se creen más inteligentes, sino los que entienden que su inteligencia depende netamente de su nivel de esfuerzo.  Este principio coincide con una de las conclusiones más importantes de múltiples estudios neurocientíficos: que el cerebro es capaz de desarrollarse a lo largo de la vida y que, efectivamente, podemos hacernos más, o menos inteligentes, según nuestras posibilidades socioculturales y el nivel de perseverencia ante el aprendizaje.

No solo interesan los mensajes que, como adultos, enviemos a los jóvenes, sino además las creencias que estos mismos jóvenes tienen sobre su propia inteligencia.  Resulta ser que, ante retos académicos complejos, los alumnos que suponen que sus capacidades intelectuales son fijas tienen mayores dificultades en superarlos, mientras quienes consideran que la inteligencia se puede mejorar a lo largo de la vida, son más exitosos.

Dweck logró demostrar que los alumnos que creen que nacieron con una inteligencia predeterminada prefieren evitar situaciones de aprendizaje en donde se arriesguen a fracasar, a fin de que los demás cuestionen su capacidad intelectual.  La preocupación principal de estos chicos es ser considerado inteligente ante los ojos de sus pares y padres de familia.  Asumen que el cometer errores o esforzarse realizando tareas académicas es sinónimo de carecer de inteligencia, por lo que no toleran obtener bajas calificaciones.  Con tal de evitarlas, no matriculan cursos específicos o rehuyen a situaciones de aprendizaje que les implique un reto intelectual.  Si obtienen una mala calificación, estudian menos, y no más, al momento de prepararse para la siguiente prueba, e inclusive son más dados a cometer fraude académico.  Como si fuera poco, cuando se equivocan, no tratan de enmedar o aprender de sus errores.

En contraste, los jóvenes que entienden que sus capacidades intelectuales dependen netamente de su nivel de esfuerzo, asumen retos complejos de aprendizaje, se esfuerzan por resolverlos y se preocupan por remediar sus deficiencias.


Lejos de motivar a los jóvenes recordándoles lo inteligentes que son, es preferible reconocer su nivel de esfuerzo, perseverancia, o bien las estrategias de aprendizaje que utilizan al realizar sus labores académicas.

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