Decía José María Figueres, en su lección inaugural del curso Socialdemocracia, que los costarricenses deberíamos aspirar a ser auténticos, ¿pero qué realmente significa eso? ¿Cómo saber quiénes realmente somos, para no ser una pobre imitación de lo que otros creen que deberíamos ser?
Sospecho que buscaríamos identificar nuestras características más aparentes, utilizando esas etiquetas sociales heredadas por nacimiento o circunstancia, como el género, la lengua, las tradiciones culturales, el color de piel, los ritos religiosos, ideologías políticas u ocupación.
En el ideario popular costarricense siempre fuimos blancos, católicos y campesinos, amantes de la “pura vida” − personas pacíficas, patrióticas, solidarias con el prójimo y defensoras de la educación y el medio ambiente − una sola familia de chonete, chancleta y bomba.
Sin embargo, no tenemos una cultura ni estilo de vida homogéneo. Hoy somos una sociedad con características predominantemente urbanas, pluriétnicas y multiculturales. Vivimos en una aldea global, cada quien con sus rasgos sociodemográficos y de personalidad individuales, dinámicos y variables en intensidad, según el contexto y las demandas del entorno, de su estado anímico y de la etapa etaria en la que se encuentran. Sobre lo demás, es difícil generalizar.
Entre más vivamos en la superficie de nuestra identidad, menos contacto tenemos con nuestro ser interior, y más tendencia tendremos a exacerbar la defensa de nuestras particularidades y a entrar en conflicto con las personas distintas a nosotros. Entonces, a la luz de la globalización, ¿qué significa ser un pueblo auténtico, con una identidad vigorosa y un sentido de pertenencia, ya no a una etnia o una nacionalidad en particular, sino a la especie humana?
Si me preguntan a mí, ser auténtico significa ser autónomo, conocerse a sí mismo y lograr ser congruente entre las acciones y palabras con sus creencias y valores. Implica tener la capacidad de escuchar esa voz interior en búsqueda de la verdad y la virtud, y permitirle guiar sus decisiones cotidianas. Requiere estar dispuesto a esforzarse cotidianamente por buscar la excelencia, pero también sacrificar relaciones y circunstancias que atentan contra ella. Una cultura auténtica es una cultura abierta, flexible y adaptable a los requerimientos del entorno, no una cultura aferrada a lo que es popular o familiar.
La disciplina y el compromiso en esta búsqueda no necesariamente generan mayor comodidad, pero si un mayor sentido de propósito en la vida. Razón tenía Ralph Waldo Emerson cuando indicó que “el propósito en la vida no es ser feliz, sino ser útil, honorable, y compasivo, para hacer una diferencia por el hecho de haber vivido y haber vivido bien.”
Sospecho que buscaríamos identificar nuestras características más aparentes, utilizando esas etiquetas sociales heredadas por nacimiento o circunstancia, como el género, la lengua, las tradiciones culturales, el color de piel, los ritos religiosos, ideologías políticas u ocupación.
En el ideario popular costarricense siempre fuimos blancos, católicos y campesinos, amantes de la “pura vida” − personas pacíficas, patrióticas, solidarias con el prójimo y defensoras de la educación y el medio ambiente − una sola familia de chonete, chancleta y bomba.
Sin embargo, no tenemos una cultura ni estilo de vida homogéneo. Hoy somos una sociedad con características predominantemente urbanas, pluriétnicas y multiculturales. Vivimos en una aldea global, cada quien con sus rasgos sociodemográficos y de personalidad individuales, dinámicos y variables en intensidad, según el contexto y las demandas del entorno, de su estado anímico y de la etapa etaria en la que se encuentran. Sobre lo demás, es difícil generalizar.
Entre más vivamos en la superficie de nuestra identidad, menos contacto tenemos con nuestro ser interior, y más tendencia tendremos a exacerbar la defensa de nuestras particularidades y a entrar en conflicto con las personas distintas a nosotros. Entonces, a la luz de la globalización, ¿qué significa ser un pueblo auténtico, con una identidad vigorosa y un sentido de pertenencia, ya no a una etnia o una nacionalidad en particular, sino a la especie humana?
Si me preguntan a mí, ser auténtico significa ser autónomo, conocerse a sí mismo y lograr ser congruente entre las acciones y palabras con sus creencias y valores. Implica tener la capacidad de escuchar esa voz interior en búsqueda de la verdad y la virtud, y permitirle guiar sus decisiones cotidianas. Requiere estar dispuesto a esforzarse cotidianamente por buscar la excelencia, pero también sacrificar relaciones y circunstancias que atentan contra ella. Una cultura auténtica es una cultura abierta, flexible y adaptable a los requerimientos del entorno, no una cultura aferrada a lo que es popular o familiar.
La disciplina y el compromiso en esta búsqueda no necesariamente generan mayor comodidad, pero si un mayor sentido de propósito en la vida. Razón tenía Ralph Waldo Emerson cuando indicó que “el propósito en la vida no es ser feliz, sino ser útil, honorable, y compasivo, para hacer una diferencia por el hecho de haber vivido y haber vivido bien.”
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