Che Guevara con su Rolex. |
Todos
hemos conocido a algún progre, que
identificamos por su vestimenta desaliñada y oscura, pelo largo, saco deportivo
de segunda, anteojos de pasta negra, chancletas y gustos por los bares
clandestinos, las canciones punk y las películas del cine independiente. Pertenecen
a familias de clase media o media alta, sueñan con un mundo mejor, tienen
intereses intelectuales esotéricos y admiran a figuras como el Che Guevara y Fidel
Castro. Los conozco muy bien, porque en los ochentas, yo también me definía progre, con todo y el Manifiesto
Comunista debajo del brazo.
Poco he
cambiado; sigo siendo activista militante de causas que otros han dado por
perdidas. Sigo batallando con la injusticia, la desigualdad de oportunidades y la
mediocridad, y la pasión me brota, en cada fibra de mi ser, con sentimientos de
indignación por quienes manipulan vilmente a las clases sociales más humildes con
sus discursos de “control político”, buscando la aceptación de los votantes al
presentarse como los redentores de la clase trabajadora, sin importar las
consecuencias para el país. En Costa
Rica vamos de mal en peor a causa del populismo, y sin embargo, sigo llena de
esperanza de que el pueblo despertará y pronto se movilizará.
Lo veo en
las redes sociales. Somos muchos que aprendimos a desconfiar de quiénes se
ufanan de velar por el bienestar común y el progreso del país, cuando lo que
realmente pretenden es acaparar el poder político y económico para sus fines
individuales. Empezamos a tomar
consciencia del objetivo real de estas personas, las que buscan ser contratadas
y remuneradas a perpetuidad en puestos de poder, de forma desmedida y poco solidaria,
a costas del ciudadano común, cuyos intereses dicen defender.
Mucho
he cambiado. Con muchos más años y menos
ingenuidad, me di cuenta de que la culpa no es del sistema capitalista. Aún con todas sus fallas, el comunismo ya no
es referente ni objetivo que alcanzar por una razón muy simple: el país no
puede compartir riqueza cuando no establece un contexto propicio para
producirla. Peor aún, no confío en la
honorabilidad y capacidades técnicas de quienes estarían a cargo de repartirla,
al menos no con las prácticas de empleo público vigentes y la grave ausencia de
mecanismos de transparencia y rendición de cuentas. Las malas prácticas de clientelismo político,
nepotismo, amiguismo, corrupción, inoperancia y abuso de poder han corroído el
tejido social, con terribles consecuencias sobre el respaldo y legitimidad de nuestra
institucionalidad.
Quisiera que nuestra juventud encontrase la pasión por vivir, por luchar por un mundo mejor, y tengo la firma convicción de que podrían canalizar su desencanto con el estado actual de la sociedad y con sus propias condiciones de vida, empoderándolos para que tomen acciones de incidencia política y activismo pacífico, alejándolos a su vez del mundo del consumismo desmedido, la violencia y el vicio. Sin ira no hay pasión.
Publicado en el Periódico La República el 1 de junio de 2015.
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