miércoles, 19 de febrero de 2014

Calidad universitaria y costos


La discusión alrededor de los costos y la productividad en la educación superior gira, más que en la importancia de invertir en ella, en la conveniencia de que esa inversión sea estratégica. Los investigadores del Centro Nacional para Sistemas Gerenciales de la Educación Superior en Estados Unidos (NCHEMS) indican que el financiamiento es la herramienta más poderosa que tiene el Estado para asegurarse que las universidades cumplan con una serie de indicadores de desempeño y que adopten mecanismos eficaces de rendición de cuentas, con miras a lograr los beneficios públicos que se esperan.

Para mejorar los mecanismos de financiamiento de la educación superior se debe disponer de los datos que se requieren para la toma de decisiones. El control de los costos y el mejoramiento de la productividad no son labores difíciles para los entendidos en la materia, aun en instituciones públicas muchísimo más complejas y grandes que las costarricenses.

A manera de ejemplo, existe una base de datos de libre acceso por Internet, IPEDS (Integrated Postsecondary Education Data System), que reporta, con lujo de detalles, los indicadores financieros más importantes de las universidades que reciben financiamiento estatal en Estados Unidos. Los datos son utilizados por organizaciones no gubernamentales, como el Delta Project y el Measuring Up, así como por las asambleas legislativas estatales, para estimar el costo total de la educación por grado y nivel académico; el porcentaje del costo total de la educación que paga el estudiante por concepto de matrícula; el subsidio que recibe cada estudiante por parte del Estado; el porcentaje de los gastos que se cubren con el pago de la matrícula; el número de títulos, certificados y otros diplomas otorgados en relación con el número de alumnos de tiempo completo matriculados por año académico; la tasa de graduación por cohorte; y muchos otros indicadores de desempeño más.

Sin contar con estos indicadores, Costa Rica continuará canalizando todos los recursos para la educación superior hacia las instituciones que menos alumnos reciben, hacia las universidades que subsidian la educación de miles de alumnos que no lo requieren. Continuará dejando en manos de las instituciones que operan con mayores costos por estudiante la administración de los dineros del Estado. Sin datos sobre costos y productividad, seguirá destinando dineros públicos a los proyectos prioritarios para las universidades, pero no necesariamente prioritarios para el país.


Al no tener que rendir cuentas sobre su eficiencia y productividad, las universidades estatales continuarán seleccionando a los alumnos académicamente mejor preparados, sin preocuparse por el futuro de los estudiantes de escasos recursos cuya suerte los destinó a egresarse del poco riguroso sistema educativo de primaria y secundaria público. Por todas estas razones, este mecanismo de financiamiento debe cambiar.


Publicado en La República el 17 de febrero de 2014.

lunes, 3 de febrero de 2014

Aprendizaje y fuentes de motivación

Con el inicio del año escolar, todas las familias y los educadores deberíamos motivar a los jóvenes a esforzarse por aprender.  Y es que cada palabra que empleamos envía un poderoso mensaje a los chicos.  Algunas palabras motivan y otras no lo hacen, y hay que entender esa diferencia.  Una y otra vez, he visto a padres de familia alabando a sus hijos por su inteligencia, en un afán de darles la confianza en sus propias capacidades para atender sus obligaciones académicas y triunfar.  Carol Dweck, psicóloga de la Universidad de Columbia en Nueva York y especialista en temas de motivación estudiantil, diría que estos padres de familia se equivocan.

Después de 30 años de investigaciones, Dweck llegó a una conclusión: los alumnos más motivados no son quienes se creen más inteligentes, sino los que entienden que su inteligencia depende netamente de su nivel de esfuerzo.  Este principio coincide con una de las conclusiones más importantes de múltiples estudios neurocientíficos: que el cerebro es capaz de desarrollarse a lo largo de la vida y que, efectivamente, podemos hacernos más, o menos inteligentes, según nuestras posibilidades socioculturales y el nivel de perseverencia ante el aprendizaje.

No solo interesan los mensajes que, como adultos, enviemos a los jóvenes, sino además las creencias que estos mismos jóvenes tienen sobre su propia inteligencia.  Resulta ser que, ante retos académicos complejos, los alumnos que suponen que sus capacidades intelectuales son fijas tienen mayores dificultades en superarlos, mientras quienes consideran que la inteligencia se puede mejorar a lo largo de la vida, son más exitosos.

Dweck logró demostrar que los alumnos que creen que nacieron con una inteligencia predeterminada prefieren evitar situaciones de aprendizaje en donde se arriesguen a fracasar, a fin de que los demás cuestionen su capacidad intelectual.  La preocupación principal de estos chicos es ser considerado inteligente ante los ojos de sus pares y padres de familia.  Asumen que el cometer errores o esforzarse realizando tareas académicas es sinónimo de carecer de inteligencia, por lo que no toleran obtener bajas calificaciones.  Con tal de evitarlas, no matriculan cursos específicos o rehuyen a situaciones de aprendizaje que les implique un reto intelectual.  Si obtienen una mala calificación, estudian menos, y no más, al momento de prepararse para la siguiente prueba, e inclusive son más dados a cometer fraude académico.  Como si fuera poco, cuando se equivocan, no tratan de enmedar o aprender de sus errores.

En contraste, los jóvenes que entienden que sus capacidades intelectuales dependen netamente de su nivel de esfuerzo, asumen retos complejos de aprendizaje, se esfuerzan por resolverlos y se preocupan por remediar sus deficiencias.


Lejos de motivar a los jóvenes recordándoles lo inteligentes que son, es preferible reconocer su nivel de esfuerzo, perseverancia, o bien las estrategias de aprendizaje que utilizan al realizar sus labores académicas.